Contexto: Julia Sevilla Merino expresa que “cuando nació la constitución los hombres estaban en una situación de poder sobre la mujer” (MARRADES P., A. I.; 2002, p. 15), dejando entrever el déficit de igualdad que esta sufre de cara al propio sistema jurídico. Por su parte, Poullain de la Barre añade que “siendo hombres quienes han hecho y compilado las leyes, han favorecido a su sexo” (DE BEAUVOIR, S.; 2005, p. 56). Lo trascendental de estas afirmaciones radica en que ubican el problema de la desigualdad sexual en el ejercicio del poder antes de que se produzca la institución y consolidación de las normas jurídicas, pues la desigualdad sexual no está sólo en la interpretación y aplicación de la ley, sino también en su propia legitimación, en su génesis, en los auténticos motivos que la informan. No basta con que la ley indique que los hombres y las mujeres son iguales, o que reconozca la igualdad de sus derechos (artículo 4 del Código Familia), es necesario que los poderes fácticos que la establecieron y que la legitiman también consideren los mismo.
Los planteamientos de Sevilla Merino permiten recordar algunas ideas de Martha Nussbaum, quien, interpretando el contractualismo de John Rawls, ha señalado la posición marginal en la que se encontraban las mujeres al momento en el que los hombres establecieron las reglas y los principios que organizan la vida social. Además, el análisis del derecho sin consideración de los poderes que lo legitiman es un análisis incompleto que lo expone a las injusticias. La igualdad es una práctica social, no un discurso performativo. La igualdad es anterior a la ley, y sólo después de ella se reafirma frente a sus quebrantamientos. En otras palabras, la igualdad antes de la ley se revalida con la igualdad en y ante la ley. La desigualdad sexual en el ejercicio del poder viene a excusarse en aspectos relacionados con la historia generalizada, las características biológicas, la participación social, la sexualidad descubierta y el propio ser de la mujer.
Estatus legal en la historia (Maternidad y Derecho)
La maternidad ha sido privatizada en función del hombre y a cargo de la mujer. Frente a este tipo de situaciones Marrades Puig “invoca la necesidad de los Estados de contar con un derecho a la maternidad. Entiende que la maternidad no es sólo biología, es algo social, simbólico, cultural y ético. No es solamente una función personal, sino una inversión humanitaria, pues la mujer dedica parte de su vida a un nuevo ser, y por eso debe ser bien protegida. Se trata de un derecho que trasciende al derecho a la libertad y al desarrollo libre de la personalidad (MARRADES P., A. I.; 2002, p. 28). Un derecho a la maternidad estaría llamado a reajustar las cuentas en beneficio de la madre, considerando que muchas generaciones la han instrumentalizado y manipulado, como si se tratare de un medio y no de un fin.
Baste con recordar ligeramente cuál ha sido el tratamiento jurídico que se le ha dado a la mujer (como si fuera un objeto y no un sujeto). El Derecho romano antiguo, por ejemplo, “para limitar los derechos de la mujer, invocó la imbecilidad y la fragilidad del sexo, en un momento en que, por debilitamiento de la familia, la mujer se convertía en un peligro para los herederos de sexo masculino” (MARRADES P., A. I.; 2002, p. 57). Por mucho tiempo la mujer no fue considerada persona y recientemente se le estimó como un sujeto de derechos políticos. En la época clásica, durante la edad media y aun en la modernidad la mujer fue jurídicamente desvanecida.
Por ejemplo, “entre los siglos xviii y xix se atribuye exclusivamente a la persona de la madre la carga física del niño. Hasta entonces el trabajo maternal no había sido ocupación de las mujeres-madres de la nobleza, sino que se había dejado en manos de las nodrizas y criadas. Ya no puede ser cualquier mujer quien se ocupe del niño, debe ser su propia madre; y al hacerlo, ya no estará realizando un trabajo, sino ejerciendo una función natural (MARRADES P., A. I.; 2002, p. 32)”. Mientras tanto el hombre siguió desatendiendo su rol paternal, agravando todavía más la condición maternal.
Y si se quieren tener datos más recientes, puede recodarse que aun en la segunda mitad del siglo xx, el Código Civil salvadoreño le imponía a la mujer el deber de obedecer al marido (artículos 182, 183 y 184 CC), de permanecer en su domicilio (artículo 69 CC) y de sujetarse a su representación jurídica (artículo 378 CC). La mujer era incapaz de ejercer la tutela o curaduría por haber sido condenada o divorciada por adulterio (artículo 496 Ordinal 9.º CC), mientras del hombre no se decía nada. Además, establecía mecanismos para mitigar la mala fe que inspiraba a la mujer que se creía preñada del marido con el cual estaba separada, frente a lo cual éste podía enviar una compañera de buena razón para que le sirviera de guarda y una matrona para que inspeccionara el parto. El marido también tenía el derecho de colocarla en el seno de una familia honesta y de su confianza, como si en la mujer ya existiera un principio de deshonestidad o desconfianza (artículos 204, 205 y 206 CC).
Asimismo, el Código de Procedimientos Civiles, al regular la prueba por confesión, disponía que las partes estaban obligadas a absolver personalmente las posiciones cuando así lo exigía el que las pedía, aunque tuviera apoderado especial. Pero en este caso, las viudas honestas gozaban del privilegio de declarar en su propia casa (artículo 378 incisos 1.º y 2.º). Contrario sensu, debía entenderse que las viudas deshonestas estaban fuera de ese privilegio, mientras que los viudos estaban exentos de esas calificaciones. La deshonestidad de la viuda también le venía dada por mantener relaciones sexuales con posterioridad a la muerte de su marido. Esto, para el legislador, era suficiente para negarle a la mujer la posibilidad de que declarara en los términos del 378 Pr.C.
Por otra parte, la mujer que estaba embarazada no podía contraer nuevas nupcias si no comprobaba que no estaba embarazada, o, no habiendo señales de preñez, antes de cumplirse los trescientos días subsiguientes al decreto de divorcio o a la declaratoria de nulidad del matrimonio (artículo 180 CC). Regla similar existe actualmente en el artículo 17 CF. Es claro que dicha prohibición se fundamenta en la presunción de paternidad que regulan los artículos 141 y 142 CF; pero la misma se origina en la potencialidad maternal de cada mujer, con el fin de definir la paternidad y, extrañamente, su pureza moral. La maternidad, entonces, comienza en lo sexual y regresa a él, a partir del rigorismo de asepsia que la sociedad le ha impuesto.
Muchas disposiciones legales valoran a la mujer por su función maternal. El artículo 111 inciso 3.º CF dispone que el uso de la vivienda familiar le corresponderá al cónyuge al que se le hubiere fiado el cuidado de los hijos. En el contexto nacional se sabe que esa función recae principalmente en la mujer. Ahora bien, si no existen hijos, entonces dicho precepto legal resulta inoperante. Regla similar ocurre con el pago de alimentos. El artículo 17 LEPINA establece que corresponde al Estado la atención gratuita de la mujer en las etapas prenatal, perinatal, neonatal y posnatal, pero con la finalidad de asegurar el derecho a la vida de los niñas y niñas; es decir, la referida disposición legal se inspira en el cuidado del hijo y no en el de madre. En cambio, existen otras disposiciones legales que tutelan los derechos del hijo como los de la madre, como el artículo 48 inciso 1.° del Código de Salud, al establecer que es obligación ineludible del Estado promover, proteger y recuperar la salud de la madre y del niño, por todos los medios que estén a su alcance.
Referencias
- DE BEAUVOIR, Simone, El segundo sexo, Traducción de Alicia Martorell, Cátedra, Universitat de Valencia, Instituto de la Mujer, Madrid, 2005.
- MARRADES PUIG, Ana. I., Luces y sombras del derecho a la maternidad: análisis jurídico de su reconocimiento, Universitat de Valencia, 2002.
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